Libertad de prensa en Chile. Emilio Filippi M. *

Aunque la constitución chilena asegura a todas las personas "la libertad de emitir opinión y la de informar sin censura previa, en cualquier forma y por cualquier medio", establece en seguida que esto será "sin perjuicio de responder de los delitos y abusos que se cometan en el ejercicio de estas libertades en conformidad de la ley". O sea, ordena que se dicten leyes para castigar a la prensa que traspasa los límites que, por lo demás, la misma Constitución señala.
Además, la misma carta fundamental contradice su primera declaración, algunos acápites más adelante, al disponer la creación de un consejo de Censura Cinematográfica y un Consejo Nacional de Televisión, cuyas funciones son las de sancionar a los canales que hayan sobrepasado las normas que este organismo ha elaborado sobre los alcances morales de los programas.
Durante el gobierno militar, las leyes y reglamentos destinados a cohibir el ejercicio del periodismo llegaron a sumar una treintena, incluyendo la ley de Seguridad del Estado y la Ley de Abusos de Publicidad, los códigos Penal y de Justicia Militar. La Constitución de 1980 vino a agregar el delito de difamación que, aunque no penalizado totalmente, obligaba al legislador a configurarlo, para "asegurar el respeto y protección a la vida pública y la honra de la persona y de su familia". De acuerdo con el texto constitucional, la difamación se debía entender como "la imputación de un hecho o acto falso, que cause injustificadamente daño o descrédito a una persona o su familia", pero si el periodista prueba que ha dicho la verdad quedaría exento de culpa; aunque, de todos modos, podría ser enjuiciado por el delito de injuria que, con el de calumnia (imputación de un delito no cometido por alguna persona) es punible con cárcel o multa.
El gobierno de Pinochet no se limitó a aplicar esas leyes con el mayor rigor, sino que por largos períodos estableció la censura previa de manera directa, y numerosos periodistas fueron procesados en los tribunales militares que, además de la legislación común a todas las personas, recurrían a normas especiales para juzgar los delitos de opinión. Algo muy mencionado en eseentonces era el hecho de que cualquier alusión a los miembros de las fuerzas armadas (incluyendo los conscriptos) que fuera considerada ofensiva, podía llegar a ser castigada hasta con diez años de cárcel.
Una de las primeras medidas que adoptó el gobierno democrático de Patricio Aylwin fue restar a los tribunales castrenses la competencia para conocer causas que afectaran a civiles. Como consecuencia, los procesos entablados contra los periodistas en esa instancia fueron traspasados a la justicia ordinaria, que sobreseyó las causas.
Otro de los pasos destinados a una mayor democratización fue el envío al Congreso de un proyecto destinado a modificar fundamentalmente la Ley de Abusos de Publicidad. La intención fue darle un sentido positivo, incluso en la denominación ("Ley sobre Libertad de Información y de Opinión y Ejercicio del Periodismo").
En un primer momento se pensó que se produciría un consenso de políticos, empresarios de medios de comunicación y periodistas, incluso para castigar a quienes obstaculizaran la libertad de prensa. Sin embargo, el tiempo ha transformado esa iniciativa en una especie de camisa de fuerza, que no satisface a nadie y que ha revivido una vieja frase enarbolada por los periodistas durante la dictadura: "La mejor ley de prensa es aquella que no existe".
Es cierto que la intención política de estos momentos es proclive a asegurar la libertad de información y de opinión y no hay señales del Ejecutivo ni del Congreso de pretender limitarlas. Sin embargo, el poder judicial ha mostrado un ánimo represivo en contra de la prensa. El más reciente caso lo ha protagonizado el expresidente de la Corte Suprema, Servando Jordán, quien al querellarse en contra del director y un reportero del diario La Tercera, logró que un tribunal inferior les abriera proceso y encarcelara por 36 horas. El pretexto es que el periódico reprodujo expresiones de algunos parlamentarios con fuero que habían acusado constitucionalmente a Jordán en un confuso proceso por tráfico de drogas en el que se vio envuelto un fiscal del más alto tribunal. Aunque Jordán se salvó de ser destituido, con la Ley de Seguridad del Estado en la mano, las emprendió contra los periodistas que publicaron los hechos y los dichos de ese incidente. Naturalmente, se abstuvo de recurrir contra los verdaderos autores de las expresiones que él consideraba vejatorias para su condición de ministro de la Corte Suprema.
La reacción pública ante este episodio ha sido de repudio generalizado. Sin embargo, la persistencia de una ley que pone énfasis en los supuestos delitos de opinión y los equipara a los de sedición y alteración del orden y la seguridad pública, aún no es enjuiciada en sus verdaderos alcances por los actores políticos. La excepción, naturalmente, ha sido la de la prensa. En un comentario editorial, el diario El Sur, de Concepción, reflexionó al respecto: "No ha existido hasta el momento ningún interés de parte de las autoridades ni de los dirigentes políticos en reformar esta legislación que ciertamente representa una serie limitación a la genuina libertad de prensa". Y agrega, con razón, lo que todos los periodistas consideramos esencial: "Si Chile desea una democracia efectiva y real requiere de una prensa autónoma, independiente y libre, que sea eficaz fiscalizadora, que haga posible una auténtica transparencia de los actos de autoridad, sea ella cual sea, pero que respete también los derechos personales."
Evidentemente, la Ley de Seguridad del Estado conspira contra el concepto mismo de lo que es un verdadero sistema democrático. Esa ley y algunas facultades administrativas que autorizan a los funcionarios a negar acceso a la información pública, y el derecho de los jueces a prohibir la difusión de determinadas noticias, más allá del secreto del sumario, son limitaciones serias que ponen en tela de juicio la que, en otros sentidos, ha sido una exitosa transición chilena.
El aspecto más negativo de lo que sucede en estos momentos en Chile es que se ha enseñoreado cierta tendencia a la censura, especialmente motivada con argumentos religiosos o morales, y por la influencia de organismos privados de presión que, en forma habitual, actúan para imponer cartabones excesivos. A esta actitud no han estado ajenos algunos empresarios de la televisión abierta que a la vez son operadores de las redes de cable. Estos, incluso, han actuado directamente para suprimir programas que estiman "contrarios a su línea editorial", con la circunstancia agravante de que nadie conoce cuál es, en verdad, esa línea que, para muchos, no pasa de ser una especie de moralina.
* Emilio Filippi M. es fundador del diario La Epoca, de Santiago de Chile. Actualmente es profesor de la Universidad Diego Portales y de la Universidad de Artes y Ciencias de la Comunicación de Santiago, en las cátedras de Etica Profesional, Derecho a la Información y Periodismo Interpretativo y de Opinión. Este texto se reproduce de la revista Pulso del Periodismo, con autorización de su editor.

Comentarios

en chile no existe libertad de prensa,siempre hemos querido hacer publica la realidad de los ex-soldados conscriptos periodos 1973-1990 y todas las puertas se nos han cerrado ,somos verdaderos afectados en crimenes de lesa humanidad y ningun medio escrito ,radio o television les ha importado nuestro tema,donde hay miles de afectados en salud por ingesto de la letal piedra alumbre que es cancerigena a corto y largo tiempo,en ese tema hay un misterio oculto que encierra un multimillonario negocio de la farmaceutica chilena donde los conscriptos fuimos usados como ratones de laboratorio.entonces de que libertad de prensa hablamos ,ahora existen periodistas con faldas que solamente descalifican personas con el fin de originar noticias ,me da pena y lastima los periodistas actuales

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